ZARATE

 EL RAMIRO DE MAEZTU Y LA EJEMPLARIDAD PÚBLICA

   El año 1984 supuso un cambio importante en la vida de mi familia, nos mudábamos por razones laborales a la gran capital, urbe de grandes distancias en plena efervescencia, desde una pequeña ciudad de provincia; íbamos a un nuevo hogar y lo más importante a un nuevo colegio con las inseguridades e ilusiones consiguientes que producen en un menor la  adaptación a otro grupo social y la aparición de nuevos amigos.

   Recuerdo con cariño las palabras de mi tutora del Colegio Alfonso VI de Toledo, Doña Carmen,  cuando me despedí en Junio y le dije que mi centro escolar en Madrid sería el Ramiro de Maeztu: “Vas a una institución de prestigio que ha formado grandes profesionales en España“. Aún era pequeño para alcanzar a comprender en todo su extremo  el significado de sus palabras,  pero aquello, unido a lo que oía hablar a mis padres sobre el prestigio del centro, me hicieron ser consciente que no  íbamos a cualquier lugar.

   Cuando llegué por primera vez al Ramiro de Maeztu, centro público de enseñanza, el mayor impacto que produjo en mi persona fue su gran tamaño, que no me había podido imaginar; la estatua ecuestre del anterior Jefe de Estado que presidía la plazuela interior; y el número tan elevado de alumnos que entraban y salían en un trasiego infinito de carpetas y mochilas.

   El Ramiro tenía  un Colegio en el que cursábamos hasta octavo de EGB, era en aquella época un centro exclusivamente masculino, y luego dábamos el salto, ya adolescentes, al Instituto que ya era mixto. Las instalaciones eran sobresalientes, el deporte, respecto del que tengo que confesar que nunca se me dio particularmente bien, ocupaba un papel nuclear, el Frontón,  la Nevera, el Magariños (que llamábamos el “Magata”) y el club de baloncesto Estudiantes con su “Demencia” los cuales impregnaban todos los órdenes de la vida escolar, así como los nombres de “Pinone”, “Russell”, “Montes” y “Antúnez” estaban en boca de los alumnos.

   Los años que estuve en el colegio trascurrieron rápidamente, como ahora demuestra el mirar con cariño al pasado, y el salto al Instituto coincidió con el último año de la década de los ochenta y los primeros años de los noventa, con el comienzo de los éxitos de nuestro país a nivel internacional.

   Si el microcosmos del Colegio, con cuatro clases por curso era difícilmente abarcable, las oportunidades que brindaba el Instituto eran infinitas con sus once aulas por curso. Un mundo lleno de ofertas en lo cultural se abría a los alumnos, que ya en el colegio habían sido inoculados con el virus del saber.

   Recuerdo a la gran mayoría de los profesores con admiración y nostalgia: nos trasmitían con pasión el conocimiento en su diferentes materias, matemáticas, música, historia, geografía, lengua, literatura, inglés, francés, educación física….; la rectitud de los valores que debían inspirar el comportamiento humano; el amor a España, su historia y sus instituciones; el estado de lugar de la Ciencia, el pensamiento crítico; y nosotros, en un momento en el que se forja el carácter, imitábamos esos perfiles y discutíamos en el recreo muchas de las enseñanzas, a la vez que comíamos un bocadillo de tortilla que comprábamos en la “Cantina”. Era en esos momentos de descanso cuando nos juntábamos chicos y chicas de distinto origen social y cultural, a veces con ideologías contrapuestas en proceso de formación. Una de las grandes virtudes del Ramiro fue su espíritu abierto y su compromiso con el progreso del conjunto de la sociedad española, en buena parte, una herencia de la Institución Libre de Enseñanza y del Instituto Escuela que nunca fue borrada.

   No me puedo olvidar tampoco del numeroso cuerpo de bedeles que prestaban sus servicios en el centro, las charlas que manteníamos con ellos sobre diferentes aspectos de una vida que se abría al disfrute pleno en los recreos y, a veces, ahora lo podemos confesar, cuando hacíamos “pellas” y nos descubrían acompañándonos a las clases.

   El Ramiro fue el lugar en el que se forjaron amistades que aún perduran a día de hoy, el comienzo del paso de la niñez a la juventud y el momento para decidir a lo que tendríamos que dedicar nuestra futura vida profesional. También fue campo de experiencia personal, y para mí gran parte de sus profesores ejemplo de imitación y espejo de ejemplaridad pública, por ser dignos de confianza, fueron elemento catalizador esencial para forjar los profesionales del futuro en España.

   En la actualidad, los alumnos que franqueamos sus muros, con nuestro trabajo diario y la educación adquirida en sus aulas, mayoritariamente contribuimos ahora a la riqueza del país, al mantenimiento de la paz social y a la seguridad de las instituciones, en un momento histórico en el que por lealtad institucional se debe recordar de dónde venimos y a donde no se tiene que llegar.

 

Antonio Zárate Conde.

Fiscal Provincial de Madrid