TESTIMONIOS

 

Unas palabras sobre mi paso por el Ramiro

   Lo he dicho muchas veces y lo han repetido hasta la saciedad: uno es de donde hace el bachillerato, que es decir que uno es de donde nace conscientemente al mundo, a los sentidos, al amor”. No sé si la cita de Max Aub es certera, pero me gusta pensar que, de serlo, me vincula al Madrid ilustrado y a una esmerada cultura de enseñanza pública, ésa que fue heredera del regeneracionismo en nuestro país. Una vocecita insidiosa detrás de mi cabeza me recuerda que antes del Ramiro yo estaba en mi barrio con el trazado irregular de sus calles, las aceras permanentemente mojadas -la gente tiraba cubos de agua al suelo… qué se yo-, los pisos abigarrados en que convivían tres generaciones, los olores y los ruidos: en la calle se escuchaba lo mismo aquella música de La movida que a Camarón. Este barrio del sur de Madrid ha cambiado poco, salvo en la diversidad étnica de sus moradores -hoy chinos, latinoamericanos- y el reguetón que marca ahora sus pulsaciones. Y luego, estaba el pueblo de mis abuelos en mitad de La Mancha, amarillo y huraño, al que volvíamos una y otra vez a falta de un lugar mejor al que salir de vacaciones.

   Queda trazada esta brevísima relación de los lugares de mi infancia para indicar que yo no era una niña de la calle Serrano. Llegar a este instituto fue para mí un deslumbramiento; como entrever un mundo distinto a través de las rejas de un jardín. El primer día me llevó mi madre en coche y recuerdo que me dijo: “Cuida de entrar con el pie derecho”. Así lo hice, poniendo especial atención en aquella puerta de hierro de la calle Jorge Manrique, que fue la entrada que habría de usar en el noventa por ciento de los casos. Había que levantar bien el pie sobre una gruesa barra que unía por debajo los dos lados de la puerta. Luego se me quedó esa manía, y siempre en los años siguientes hice el mismo gesto con el pie derecho para entrar allí.

   Yo era muy tímida y al principio me aterró la familiaridad de los chicos. Estábamos en primer curso y parecía que se conocían de toda la vida: ¡Iñaki Cano! ¡Mohedano! ¡Sergio! ¡Juan Botto! ¡Carlos Valiente! Este último es aún amigo mío y no sé por qué cuando pienso en él lo llamo mentalmente con nombre y apellido, igual que lo nombraba en clase al pasar lista. Las chicas eran más reservadas. Sentía que me separaba de ellas una distancia social -algo de eso había, pero no tan acusado como yo lo pintaba; con el tiempo aprendí esa verdad tan banal de que “todo el mundo tiene su corazoncito”-. Mis padres habían elegido el Ramiro porque era el único instituto a nuestro alcance donde se enseñaba alemán como primer idioma, y yo secundé esta idea con entusiasmo, porque en esos meses había seguido en televisión la caída del muro de Berlín y era algo que le calentaba a uno el corazón. En la tele aparecían familias reunidas, abrazos fraternales, gentes que bailaban en la calle en el trasfondo luminoso de la Puerta de Brandemburgo, y me figuraba yo que Alemania debía de ser un país de gente increíblemente alegre y cariñosa. A esto se sumó que por aquellos años -les estoy hablando del primer curso de bachillerato- leía yo con fruición los cuentos de Ernst T.A. Hoffmann y había descubierto la pintura de Caspar David Friedrich. Es curioso cómo las primeras impresiones de un lugar se quedan para siempre prendidas en nuestro espíritu. Hoy tengo pasaporte alemán.

   No solo tengo que agradecer al profesor de alemán, Juan Castro, un hombre de una bondad y paciencia infinitas, que haya contribuido a educarme. Carmen Sanchiz, de lengua de primero, fue la primera persona que me dijo en serio que yo tenía que hacerme escritora. Algo así me lo ha dicho solo otra persona más, también por aquellos años; pero no les hice caso y he necesitado casi dos quindenios para darme por enterada. Ahora veo que la clave de lo que me haría feliz en la vida ya me la dio el Ramiro. Carmen Sanchiz era una romántica y qué no daría ahora por darle un abrazo de agradecimiento. Me regaló un precioso libro sobre el lenguaje de las flores.

   Por mis inclinaciones recuerdo con más cariño a los profesores de letras. Eutimio nos enseñó las corrientes de ética sin que tuviéramos que hacer ningún esfuerzo por aprenderlas. La mayor parte de nosotros descubrió con él que ya era algo: yo me descubrí kantiana; otros eran nietzscheanos sin remedio; y así. El taller de narrativa de Ramón Lois me regaló los momentos más felices de mis años de instituto. En tercero me enrolé en Bachillerato Internacional y también recuerdo con mucha nitidez nuestra primera clase de Historia con Rosa. “¿Cuál es la pregunta que debe hacerse siempre un historiador?”, nos dijo ese día, y ahí nos devanamos los sesos tratando de darle una respuesta: “Pues qué ha pasado. Y cuándo”. Pero Rosa sacudía la cabeza. “La primera pregunta”, sentenció, “es y debe ser siempre POR QUÉ”. En su honor tengo que decir que he recordado a menudo aquella máxima suya, adoptando la costumbre de indagar en los porqués de los acontecimientos y, si no siempre he visto claras las respuestas, al menos la pregunta me ha dado cierta perspectiva. A Santiago García lo recuerdo como un hombre bueno y hoy la amistad de su hija y su yerno significan mucho para mí. Recuerdo la gimnasia mental de María Arroyo y su empeño en que leyéramos a Julián Marías, al que en general no comprendimos. Al resto de profesores tengo que reconocerles su valía, aunque sus cursos no los aproveché igual.

   Eran años de crecimiento y optimismo. Del Ramiro salíamos con ganas de comernos el mundo. Corría el año noventa y tres cuando hice yo mi Selectividad. Imagínense: España estaba que se salía y el mundo entero era un campo de posibilidades formidables. En ese año en que hacer el Interrail en agosto era el colmo de nuestras aspiraciones, yo creo que el Ramiro inculcó en nosotros una curiosidad irresistible y una cierta arrogancia también, como la certeza de que la vida nos deparaba triunfos, encuentros con gente brillante, descubrimientos asombrosos. Muchas de estas profecías se han cumplido, aunque no de la manera en que yo las soñé. Cuando hoy pienso en aquellos años veo esa semilla de ilusión y tengo que atribuirla, forzosamente, a mi paso por este instituto.

   Sirva este relato para que ustedes puedan ponderar, con el ejemplo personal mío, el impacto que puede tener una institución de enseñanza como aquella en la vida de una persona. Es claro que esto se intensifica en el caso de los profesores: imagino lo que significa el Ramiro en la vida de Rosa, el lugar tan grande que ocupa en su corazón. Otros profesores, como ella, han dedicado sus mejores años a este centro. El libro que presenta ahora es un regalo de amor que condensa un tiempo vivido gozosamente, a veces atrabiliario, porque la enseñanza vocacional trae consigo no pocos quebraderos de cabeza. Pero también satisfacciones. Ojalá sea la publicación de este libro una de ellas y aún vengan otras más.

Nuria Prieto Serrano.

Técnico de Relaciones Internacionales en la Empresa Nacional de Residuos Radiactivos (ENRESA).


EL RAMIRO DE MAEZTU Y LA EJEMPLARIDAD PÚBLICA

   El año 1984 supuso un cambio importante en la vida de mi familia, nos mudábamos por razones laborales a la gran capital, urbe de grandes distancias en plena efervescencia, desde una pequeña ciudad de provincia; íbamos a un nuevo hogar y lo más importante a un nuevo colegio con las inseguridades e ilusiones consiguientes que producen en un menor la  adaptación a otro grupo social y la aparición de nuevos amigos.

   Recuerdo con cariño las palabras de mi tutora del Colegio Alfonso VI de Toledo, Doña Carmen,  cuando me despedí en Junio y le dije que mi centro escolar en Madrid sería el Ramiro de Maeztu: “Vas a una institución de prestigio que ha formado grandes profesionales en España“. Aún era pequeño para alcanzar a comprender en todo su extremo  el significado de sus palabras,  pero aquello, unido a lo que oía hablar a mis padres sobre el prestigio del centro, me hicieron ser consciente que no  íbamos a cualquier lugar.

   Cuando llegué por primera vez al Ramiro de Maeztu, centro público de enseñanza, el mayor impacto que produjo en mi persona fue su gran tamaño, que no me había podido imaginar; la estatua ecuestre del anterior Jefe de Estado que presidía la plazuela interior; y el número tan elevado de alumnos que entraban y salían en un trasiego infinito de carpetas y mochilas.

   El Ramiro tenía  un Colegio en el que cursábamos hasta octavo de EGB, era en aquella época un centro exclusivamente masculino, y luego dábamos el salto, ya adolescentes, al Instituto que ya era mixto. Las instalaciones eran sobresalientes, el deporte, respecto del que tengo que confesar que nunca se me dio particularmente bien, ocupaba un papel nuclear, el Frontón,  la Nevera, el Magariños (que llamábamos el “Magata”) y el club de baloncesto Estudiantes con su “Demencia” los cuales impregnaban todos los órdenes de la vida escolar, así como los nombres de “Pinone”, “Russell”, “Montes” y “Antúnez” estaban en boca de los alumnos.

   Los años que estuve en el colegio trascurrieron rápidamente, como ahora demuestra el mirar con cariño al pasado, y el salto al Instituto coincidió con el último año de la década de los ochenta y los primeros años de los noventa, con el comienzo de los éxitos de nuestro país a nivel internacional.

   Si el microcosmos del Colegio, con cuatro clases por curso era difícilmente abarcable, las oportunidades que brindaba el Instituto eran infinitas con sus once aulas por curso. Un mundo lleno de ofertas en lo cultural se abría a los alumnos, que ya en el colegio habían sido inoculados con el virus del saber.

   Recuerdo a la gran mayoría de los profesores con admiración y nostalgia: nos trasmitían con pasión el conocimiento en su diferentes materias, matemáticas, música, historia, geografía, lengua, literatura, inglés, francés, educación física….; la rectitud de los valores que debían inspirar el comportamiento humano; el amor a España, su historia y sus instituciones; el estado de lugar de la Ciencia, el pensamiento crítico; y nosotros, en un momento en el que se forja el carácter, imitábamos esos perfiles y discutíamos en el recreo muchas de las enseñanzas, a la vez que comíamos un bocadillo de tortilla que comprábamos en la “Cantina”. Era en esos momentos de descanso cuando nos juntábamos chicos y chicas de distinto origen social y cultural, a veces con ideologías contrapuestas en proceso de formación. Una de las grandes virtudes del Ramiro fue su espíritu abierto y su compromiso con el progreso del conjunto de la sociedad española, en buena parte, una herencia de la Institución Libre de Enseñanza y del Instituto Escuela que nunca fue borrada.

   No me puedo olvidar tampoco del numeroso cuerpo de bedeles que prestaban sus servicios en el centro, las charlas que manteníamos con ellos sobre diferentes aspectos de una vida que se abría al disfrute pleno en los recreos y, a veces, ahora lo podemos confesar, cuando hacíamos “pellas” y nos descubrían acompañándonos a las clases.

   El Ramiro fue el lugar en el que se forjaron amistades que aún perduran a día de hoy, el comienzo del paso de la niñez a la juventud y el momento para decidir a lo que tendríamos que dedicar nuestra futura vida profesional. También fue campo de experiencia personal, y para mí gran parte de sus profesores ejemplo de imitación y espejo de ejemplaridad pública, por ser dignos de confianza, fueron elemento catalizador esencial para forjar los profesionales del futuro en España.

   En la actualidad, los alumnos que franqueamos sus muros, con nuestro trabajo diario y la educación adquirida en sus aulas, mayoritariamente contribuimos ahora a la riqueza del país, al mantenimiento de la paz social y a la seguridad de las instituciones, en un momento histórico en el que por lealtad institucional se debe recordar de dónde venimos y a donde no se tiene que llegar.

 

Antonio Zárate Conde.

Fiscal Provincial de Madrid

 

YO DISFRUTÉ DEL RAMIRO

   El problema de haber pasado disfrutando en el Ramiro toda tu etapa escolar (desde 1º de EGB hasta COU, es decir: desde 1977 hasta 1989) es que luego a la vida le cuesta estar a la altura.

   Disfruté muchísimo mis años de Universidad –de hecho yo mismo me convertí en profesor–, he estudiado e impartido docencia en España y después en el extranjero. Pero nunca jamás viví otra vez una experiencia educativa tan intensa y enriquecedora como la de "ser del Ramiro".

   Uno puede pensar que tampoco es tan raro que la vida de adulto no pueda competir con los bellísimos recuerdos de la infancia y la adolescencia; pero la realidad es que tengo amigos que no vivieron su colegio o su Instituto como yo. O quizá uno sólo esté idealizando al magnífico equipo de profesores que te abrió los ojos al conocimiento y a la vida cuando eras pequeño, y que ahora sencillamente vives con madurez la profesión docente, que tiene luces y sombras como cualquier trabajo; y, sin embargo, te sigue costando encontrar compañeros con el mismo grado de vocación, dedicación y servicio como recuerdas en tus profes del Ramiro.

   Y es que a  veces quedo con mis viejos amigos del colegio o del Instituto (estos últimos, veteranos espartanos supervivientes del Bachillerato Internacional) y aún nos impacta comprobar cómo, treinta años después, seguimos recordando cada frase, cada chiste, cada imagen, cada anécdota, cada clase. Todos tenemos la sensación de habernos hecho pequeños adultos en un ambiente privilegiado, de haber experimentado lo que la educación pública puede hacer cuando acierta a conjugar vocación, medios, humanidad e inspiración. Y baloncesto, claro.



   Todavía hoy disfruto haciendo un experimento con mis alumnos de Universidad: al hilo de cualquier tema que salga en clase, deslizo a propósito el comentario de que yo estudié en el Ramiro. Y siempre, siempre, al final de la clase se me acerca algún alumno a la mesa y me dice, tímidamente: "Profesor... yo también soy del Ramiro".

   Lo emocionante no es que, tantos años después, el Ramiro siga dejando huella en quienes tienen la fortuna de estudiar allí; o que baste mencionar que uno ha estudiado en el Ramiro para que un alumno sienta la necesidad de identificarse y contactar contigo, pues de repente ve como un igual; lo impactante es que el alumno universitario se refiera a ello en presente, no en pasado: yo soy del Ramiro.

   José Domingo Rodríguez Martín (Txomin).

   Profesor Titular de Derecho Romano en la UCM “Acreditado como Catedrático de Universidad”.


                                                            MI RAMIRO DE MAEZTU                                                                                     

   El nombre Altos del Hipódromo siempre me ha sido familiar. Fueron muchas las veces que salíamos Castellana arriba acompañados por mi abuela y tía, y se mencionaba ese nombre y que, hasta no hacía mucho tiempo, la ciudad acababa allí. Lo que supe mucho más tarde es que esa colina fue la Acrópolis del saber español, con el Museo de Ciencias Naturales, el Centro Superior de Investigaciones Científicas, la Residencia de Estudiantes o el Instituto – Escuela y el Ramiro de Maeztu, que habría de ser fundamental en mi vida…

   Pero con seis años todo aquel pedigrí lo desconocía. Era mi cole, sin más, sin saber si era especial. Sí es verdad que era un espacio singular ya para la mente del niño, con un inmenso patio de juegos, con tres grandes chopos (ya no queda ninguno) que nos permitían jugar a Polis y Cacos, y un frontón cubierto alto como una catedral. Y muchos otros lugares que bautizábamos con nombres tan sonoros como el Castillo, el Foso… o el Patio de Columnas que nos permitía jugar cuando llovía.

   De aquellos espacios recuerdo uno que no sé si llamábamos la Cantera, que se encontraba situado a la izquierda de la gran escalera que conducía al patio principal. Allí había unos escalones de ladrillo, muy erosionados por años de pasos y por la paciente labor de unos niños que, piedra en mano, nos dedicábamos a pulverizar el ladrillo, consiguiendo un polvo fino como el pimentón que guardábamos celosamente, no sé para qué, en sobres de papel que  improvisábamos con los cuadernos.

   O la piscina en obras, el cuento de nunca acabar, repleta de tablones, sacos de cemento y demás materiales. Recuerdo un año en el  que hubo una invasión de ratones que corrían ente todo aquello para entusiasmo de los espectadores desde las rejas de arriba. De vez en cuando, alguno conseguía una piedra que lanzaba contra aquellas chapas y tablas y un montón de ratoncitos huían despavoridos en todas direcciones.

   Pero por encima de todos ellos había un lugar mítico, promesa de buenas aventuras, cuya visita había provocado, se decía, la expulsión de un buen número de alumnos: Las Cuevas. Yo era demasiado pequeño y demasiado bueno para embarcarme en tal aventura, pero sí conseguí que mi padre nos llevara a la salida del cole, con esa paciencia de padre que habríamos de desarrollar nosotros años después. La ficción superaba en este caso a la realidad, ya que las famosas cuevas eran en realidad unas gateras grandes, excavadas en el terraplén, sin gran atractivo. Éste se lo daba el saber que habían sido trincheras durante la Guerra Civil. Aquel lugar fue tapiado o cerrado poco después y su memoria fue desvaneciéndose.

   Las clases del Edificio B eran luminosas, amplias, pero convencionales. El Edificio A tenía mucho más encanto, con su gran biblioteca y, sobre todo, con las clases de la planta baja que daban a jardines que no se usaban en aquel entonces. Allí habitaban personajes entrañables como los conserjes Manoli, Antonio y Natalia, para siempre unidos ya a mis recuerdos del colegio. Había otros personajes ajenos a la escuela, pero que formaban parte del paisaje de l Ramiro de nuestra niñez: la churrera que se colocaba con una gran cesta cerca de la escalera, o el señor calvo que vendía bollos que traía en grandes cajas de plástico amarillo (ese cuerno de chocolate, industrial a más no poder, o los siempre deliciosos, aun ahora, donuts…) En la puerta de Serrano estaba un individuo jorobado que vendía manzanas caramelizadas, algo que nunca se me antojó, no como los donuts. Pero para un niño era la viva imagen de un cuento… Un personaje jorobado, unas manzanas… eso nos parecía haberlo leído en algún sitio.

   En esa misma puerta que da a Serrano, se abrió hace más de 40 años un kiosko de helados, Royne en un principio. Los más baratos costaban 4 pesetas, eran de hielo de colores. Cuando pagábamos con un duro, si no tenían pesetas, nos daban un caramelo de cuba libre. Allí fue el único y último lugar donde utilicé las monedas de céntimo.

   Hubo dos momentos en el que me empecé a dar cuenta de que aquel no era un colegio al uso. El primero fue el de mi Primera Comunión, cuando conocí la iglesia del Espíritu Santo, moderna y clásica a la vez, realmente imponente para ser la iglesia de un colegio. El otro cuando fui por primera vez al Salón de Actos, un teatro suntuoso, con palcos, araña de cristal, molduras, frescos de guerreras griegas, y un gran telón rojo. Todo ello había conocido indudablemente mejores tiempos, pero tampoco era lo que podía imaginar que fuera un salón del Colegio. Allí asistimos a obras teatrales, conciertos, entregas de premios… Era la parte más noble del Ramiro.

   A medida que nos íbamos haciendo mayores, al pasar al Instituto, nuestro campo de exploración fue aumentando y así conocimos el Hispano Marroquí, la monumental plaza de CSIC con sus recónditos jardines y, nuestro favorito: la Residencia de Estudiantes. En esa época con 14 ó 15 años ya sabíamos que aquel lugar tan bonito había alojado a personajes aprendidos en nuestros libros, como Lorca, Buñuel o Dalí. Algo se nos tuvo que pegar de aquellos genios porque al banco de granito que allí sigue, bajo un gran cedro, y donde nos solíamos sentar lo llamábamos el banco utópico. Verdaderamente sigue siendo un lugar especial, un oasis de tranquilidad y verdor en el centro de la gran ciudad. Juan Ramón Jiménez, uno de tantos huéspedes ilustres de aquel lugar, lo llamó la Colina de los Chopos, como sigue siendo conocida todavía.

   En el instituto también disfrutábamos de espacios singulares, de grandes escalinatas y pasillos, de una bonita capilla con frescos y mapas de la historia de la Iglesia y de una sala de música. Estaba pintada de azul claro con grandes lámparas, muy rococó, con vitrinas con instrumentos musicales y retratos de grandes maestros. Allí íbamos con un profesor muy especial, Galán. Estricto, severo, no gozaba de gran popularidad, pero gracias a él aprendí a amar la gran música. Aquellas audiciones eran para casi todos un rato de adormilamiento y sopor. No para mí. Allí, además de en casa, conocí a los clásicos e incorporé nombres de genios que me han acompañado durante mi vida. Allí estaba también el pabellón de deportes conocido entre los niños como la nevera, por razones obvias, sobre todo en invierno. O el Patio de Columnas rojas, o la entrañable cantina con su gran escalera y sus bocadillos…

   Habrá muchos ex alumnos del Ramiro que echen en falta que no mencione al Club Estudiantes y a sus éxitos en el baloncesto, la archifamosa Demencia que le aplaudía, pero es que nunca he sido deportista (ahora un poco más, a la vejez viruelas…) Disculpadme. Otros habrá que completen estos recuerdos.

   Una vez que abandoné el Instituto, mi vinculación con el colegio no desapareció. De forma periódica, nos reuníamos con un viejo profesor, Francisco Torrent. Entrañable, polémico, nos contaba historias del colegio, de su pasado esplendor, acompañados siempre por la memoria precisa de Rosa María Muro, cronista desde muy pequeña del Ramiro y responsable de que yo esté aquí ahora rebuscando en mi memoria todos estos recuerdos. En esas reuniones conocí a la que habría de ser mi mujer, pero ésa es ya otra historia…

   Ya adulto, universitario y con muchos otros intereses fui descubriendo nuevas cosas de todo aquel conjunto que reforzaban la idea de singularidad, y que de pequeño y casi de forma intuitiva, habían llamado mi atención. Por ejemplo, las marquesinas de los jardines del Edificio A del Ramiro, aéreas y elegantes, eran obra ni más ni menos que de Torroja, o el edificio más antiguo de CSIC que es conocido como Rockefeller porque fue su Fundación quien aportó los fondos, de ahí que ese porche columnado y ese color de ladrillo sugiriesen ecos de los edificios coloniales norteamericanos. La iglesia, magnífica, era obra de Fisac, y así obras arquitectónicas, de autores menos conocidas, pero igualmente interesantes. Todo aquello era la plasmación arquitectónica de un tiempo de ansia de conocer, explorar y saber que no encuentro ya en nuestro país... Los científicos que allí trabajaron compartieron aquel espacio con poetas, cineastas y artistas, y constituyeron el núcleo más brillante, innovador y cosmopolita de la cultura española.

   He seguido volviendo al Ramiro y, para mi sorpresa, descubriendo cosas nuevas. Una de las últimas fue en 2010, invitado por Rosa María Muro a la conmemoración del 70 aniversario del Instituto. Allí fue la entonces Princesa de Asturias, ex alumna y ahora reina de España. Tuvo lugar en el Salón de Actos, plenamente recuperado desde hacía ya tiempo y con todavía más empaque que cuando lo vi por primera vez 30 años atrás. En esta última vez conocí, detrás de una de tantas puertas cerradas del Instituto que había visto mil veces, un precioso laboratorio de Ciencias Naturales. Las paredes estaban pintadas con frescos de animales, obra supe entonces del Sr Aragoneses, catedrático de dibujo. El autor de las pinturas que decoraban la capilla del Instituto era el Sr Cobos. Sin duda ya no se adecuará a la investigación moderna, pero era, una vez más, un botón de muestra de lo que había sido ese lugar que se caracterizó por incorporar a sus programas la enseñanza práctica de ciertas disciplinas de ciencias, mucho antes que esto se lograse en otros institutos españoles.

   Cuando regreso ahora al Ramiro todo sigue siendo, en esencia, fiel a mis recuerdos. Lo que no estaba entonces es la cantidad de vallas que separan y aíslan ahora los distintos espacios del patio, y que dificultan enormemente el paseo por sus instalaciones, separando el instituto del CSIC y de la Colina de los Chopos. No puedo menos que pensar que ahora es mucho menos atractivo que cuando lo disfrutamos nosotros…

IGNACIO GÓMEZ DE VILLALOBOS