MI RAMIRO DE MAEZTU
El nombre Altos del Hipódromo siempre me ha sido familiar. Fueron muchas las veces que salíamos Castellana arriba acompañados por mi abuela y tía, y se mencionaba ese nombre y que, hasta no hacía mucho tiempo, la ciudad acababa allí. Lo que supe mucho más tarde es que esa colina fue la Acrópolis del saber español, con el Museo de Ciencias Naturales, el Centro Superior de Investigaciones Científicas, la Residencia de Estudiantes o el Instituto – Escuela y el Ramiro de Maeztu, que habría de ser fundamental en mi vida…
Pero con seis años todo aquel pedigrí lo desconocía. Era mi cole, sin más, sin saber si era especial. Sí es verdad que era un espacio singular ya para la mente del niño, con un inmenso patio de juegos, con tres grandes chopos (ya no queda ninguno) que nos permitían jugar a Polis y Cacos, y un frontón cubierto alto como una catedral. Y muchos otros lugares que bautizábamos con nombres tan sonoros como el Castillo, el Foso… o el Patio de Columnas que nos permitía jugar cuando llovía.
De aquellos espacios recuerdo uno que no sé si llamábamos la Cantera, que se encontraba situado a la izquierda de la gran escalera que conducía al patio principal. Allí había unos escalones de ladrillo, muy erosionados por años de pasos y por la paciente labor de unos niños que, piedra en mano, nos dedicábamos a pulverizar el ladrillo, consiguiendo un polvo fino como el pimentón que guardábamos celosamente, no sé para qué, en sobres de papel que improvisábamos con los cuadernos.
O la piscina en obras, el cuento de nunca acabar, repleta de tablones, sacos de cemento y demás materiales. Recuerdo un año en el que hubo una invasión de ratones que corrían ente todo aquello para entusiasmo de los espectadores desde las rejas de arriba. De vez en cuando, alguno conseguía una piedra que lanzaba contra aquellas chapas y tablas y un montón de ratoncitos huían despavoridos en todas direcciones.
Pero por encima de todos ellos había un lugar mítico, promesa de buenas aventuras, cuya visita había provocado, se decía, la expulsión de un buen número de alumnos: Las Cuevas. Yo era demasiado pequeño y demasiado bueno para embarcarme en tal aventura, pero sí conseguí que mi padre nos llevara a la salida del cole, con esa paciencia de padre que habríamos de desarrollar nosotros años después. La ficción superaba en este caso a la realidad, ya que las famosas cuevas eran en realidad unas gateras grandes, excavadas en el terraplén, sin gran atractivo. Éste se lo daba el saber que habían sido trincheras durante la Guerra Civil. Aquel lugar fue tapiado o cerrado poco después y su memoria fue desvaneciéndose.
Las clases del Edificio B eran luminosas, amplias, pero convencionales. El Edificio A tenía mucho más encanto, con su gran biblioteca y, sobre todo, con las clases de la planta baja que daban a jardines que no se usaban en aquel entonces. Allí habitaban personajes entrañables como los conserjes Manoli, Antonio y Natalia, para siempre unidos ya a mis recuerdos del colegio. Había otros personajes ajenos a la escuela, pero que formaban parte del paisaje de l Ramiro de nuestra niñez: la churrera que se colocaba con una gran cesta cerca de la escalera, o el señor calvo que vendía bollos que traía en grandes cajas de plástico amarillo (ese cuerno de chocolate, industrial a más no poder, o los siempre deliciosos, aun ahora, donuts…) En la puerta de Serrano estaba un individuo jorobado que vendía manzanas caramelizadas, algo que nunca se me antojó, no como los donuts. Pero para un niño era la viva imagen de un cuento… Un personaje jorobado, unas manzanas… eso nos parecía haberlo leído en algún sitio.
En esa misma puerta que da a Serrano, se abrió hace más de 40 años un kiosko de helados, Royne en un principio. Los más baratos costaban 4 pesetas, eran de hielo de colores. Cuando pagábamos con un duro, si no tenían pesetas, nos daban un caramelo de cuba libre. Allí fue el único y último lugar donde utilicé las monedas de céntimo.
Hubo dos momentos en el que me empecé a dar cuenta de que aquel no era un colegio al uso. El primero fue el de mi Primera Comunión, cuando conocí la iglesia del Espíritu Santo, moderna y clásica a la vez, realmente imponente para ser la iglesia de un colegio. El otro cuando fui por primera vez al Salón de Actos, un teatro suntuoso, con palcos, araña de cristal, molduras, frescos de guerreras griegas, y un gran telón rojo. Todo ello había conocido indudablemente mejores tiempos, pero tampoco era lo que podía imaginar que fuera un salón del Colegio. Allí asistimos a obras teatrales, conciertos, entregas de premios… Era la parte más noble del Ramiro.
A medida que nos íbamos haciendo mayores, al pasar al Instituto, nuestro campo de exploración fue aumentando y así conocimos el Hispano Marroquí, la monumental plaza de CSIC con sus recónditos jardines y, nuestro favorito: la Residencia de Estudiantes. En esa época con 14 ó 15 años ya sabíamos que aquel lugar tan bonito había alojado a personajes aprendidos en nuestros libros, como Lorca, Buñuel o Dalí. Algo se nos tuvo que pegar de aquellos genios porque al banco de granito que allí sigue, bajo un gran cedro, y donde nos solíamos sentar lo llamábamos el banco utópico. Verdaderamente sigue siendo un lugar especial, un oasis de tranquilidad y verdor en el centro de la gran ciudad. Juan Ramón Jiménez, uno de tantos huéspedes ilustres de aquel lugar, lo llamó la Colina de los Chopos, como sigue siendo conocida todavía.
En el instituto también disfrutábamos de espacios singulares, de grandes escalinatas y pasillos, de una bonita capilla con frescos y mapas de la historia de la Iglesia y de una sala de música. Estaba pintada de azul claro con grandes lámparas, muy rococó, con vitrinas con instrumentos musicales y retratos de grandes maestros. Allí íbamos con un profesor muy especial, Galán. Estricto, severo, no gozaba de gran popularidad, pero gracias a él aprendí a amar la gran música. Aquellas audiciones eran para casi todos un rato de adormilamiento y sopor. No para mí. Allí, además de en casa, conocí a los clásicos e incorporé nombres de genios que me han acompañado durante mi vida. Allí estaba también el pabellón de deportes conocido entre los niños como la nevera, por razones obvias, sobre todo en invierno. O el Patio de Columnas rojas, o la entrañable cantina con su gran escalera y sus bocadillos…
Habrá muchos ex alumnos del Ramiro que echen en falta que no mencione al Club Estudiantes y a sus éxitos en el baloncesto, la archifamosa Demencia que le aplaudía, pero es que nunca he sido deportista (ahora un poco más, a la vejez viruelas…) Disculpadme. Otros habrá que completen estos recuerdos.
Una vez que abandoné el Instituto, mi vinculación con el colegio no desapareció. De forma periódica, nos reuníamos con un viejo profesor, Francisco Torrent. Entrañable, polémico, nos contaba historias del colegio, de su pasado esplendor, acompañados siempre por la memoria precisa de Rosa María Muro, cronista desde muy pequeña del Ramiro y responsable de que yo esté aquí ahora rebuscando en mi memoria todos estos recuerdos. En esas reuniones conocí a la que habría de ser mi mujer, pero ésa es ya otra historia…
Ya adulto, universitario y con muchos otros intereses fui descubriendo nuevas cosas de todo aquel conjunto que reforzaban la idea de singularidad, y que de pequeño y casi de forma intuitiva, habían llamado mi atención. Por ejemplo, las marquesinas de los jardines del Edificio A del Ramiro, aéreas y elegantes, eran obra ni más ni menos que de Torroja, o el edificio más antiguo de CSIC que es conocido como Rockefeller porque fue su Fundación quien aportó los fondos, de ahí que ese porche columnado y ese color de ladrillo sugiriesen ecos de los edificios coloniales norteamericanos. La iglesia, magnífica, era obra de Fisac, y así obras arquitectónicas, de autores menos conocidas, pero igualmente interesantes. Todo aquello era la plasmación arquitectónica de un tiempo de ansia de conocer, explorar y saber que no encuentro ya en nuestro país... Los científicos que allí trabajaron compartieron aquel espacio con poetas, cineastas y artistas, y constituyeron el núcleo más brillante, innovador y cosmopolita de la cultura española.
He seguido volviendo al Ramiro y, para mi sorpresa, descubriendo cosas nuevas. Una de las últimas fue en 2010, invitado por Rosa María Muro a la conmemoración del 70 aniversario del Instituto. Allí fue la entonces Princesa de Asturias, ex alumna y ahora reina de España. Tuvo lugar en el Salón de Actos, plenamente recuperado desde hacía ya tiempo y con todavía más empaque que cuando lo vi por primera vez 30 años atrás. En esta última vez conocí, detrás de una de tantas puertas cerradas del Instituto que había visto mil veces, un precioso laboratorio de Ciencias Naturales. Las paredes estaban pintadas con frescos de animales, obra supe entonces del Sr Aragoneses, catedrático de dibujo. El autor de las pinturas que decoraban la capilla del Instituto era el Sr Cobos. Sin duda ya no se adecuará a la investigación moderna, pero era, una vez más, un botón de muestra de lo que había sido ese lugar que se caracterizó por incorporar a sus programas la enseñanza práctica de ciertas disciplinas de ciencias, mucho antes que esto se lograse en otros institutos españoles.
Cuando regreso ahora al Ramiro todo sigue siendo, en esencia, fiel a mis recuerdos. Lo que no estaba entonces es la cantidad de vallas que separan y aíslan ahora los distintos espacios del patio, y que dificultan enormemente el paseo por sus instalaciones, separando el instituto del CSIC y de la Colina de los Chopos. No puedo menos que pensar que ahora es mucho menos atractivo que cuando lo disfrutamos nosotros…
IGNACIO GÓMEZ DE VILLALOBOS